El hombre que yo quiero no es alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni moreno ni rubio, sino todo lo contrario.
El hombre que yo quiero se ríe de mi cara de enfado de mentirijilla, de mis palabrotas, de mi vergüenza cuando se pone a bailar en medio de un centro comercial.
El hombre que yo quiero está dispuesto a ir de compras conmigo y a ver pelis románticas en el cine, aunque yo no le deje. Ante mi negativa a invitarme a comer, contesta con un: "venga...". Disfruta haciéndome cosquillas y estudia un idioma por mí.
Al hombre que yo quiero le entusiasman mis ojos y mi risa, mi forma de hablar y mis andares. Me mira como un erudito que entrara en una gran biblioteca: con deseo, con esperanza, con ansia, con voluntad, con ternura.
Puedo hablar con él de las últimas noticias o del tiempo, del libro que estoy leyendo y de los viajes que nos quedan por hacer, de lo que me pone triste y de mi comida favorita. De películas, de sueños.
El hombre que yo quiero me abraza. Me abraza mientras dormimos (aunque acabe moviéndome involuntariamente, obligándole a cambiar de postura); me abraza mientras caminamos (aunque sus pasos sean más largos que los míos y acabe trotando al lado de él).
El hombre que yo quiero es sencillo, despistado e inocente. Tiene la curiosidad y la risa de un niño y nunca le busca 3 pies al gato.
El hombre (al) que yo quiero me quiere. Con mis lágrimas, con mi acento, con mi risa descontrolada.